Sentencia Tribunal Constitucional (Títulos Nobiliarios)
Fecha Sábado, 27 mayo a las 19:30:18 Tema Jurisprudencia Reciente
Sentencia Tribunal Constitucional nº 126/1997, de 3 de Julio de 1997 Cuestión de Inconstitucionalidad nº 661/1996.
Resumen del Contenido de la Sentencia.
1. Si los arts. 163 C.E. y 35.1 LOTC condicionan el planteamiento de la cuestión de inconstitucionalidad al hecho de que el órgano jurisdiccional considere que la norma aplicable al caso «pueda ser contraria a la Constitución», su mismo tenor literal permite que el juzgador se limite a expresar una duda razonable. Y así hemos dicho tempranamente que la regulación constitucional y legal de las cuestiones «no impone a aquél (el órgano jurisdiccional)una afirmación de inconstitucionalidad y permite que el planteamiento se haga en los casos de duda, de indeterminación entre dos juicios contradictorios», siempre que se exteriorice el razonamiento que cuestiona la constitucionalidad y se proporcionen los elementos que llevan al mismo (STC 17/1981), como aquí ocurre [F.J. 3].
2. Este Tribunal ha declarado reiteradamente que ha de procederse a una interpretación no formalista y flexible de los requisitos del art. 35 LOTC, para que las cuestiones planteadas por los órganos jurisdiccionales sean resueltas mediante Sentencia y así se pueda contribuir a la depuración del ordenamiento jurídico mediante una eficaz cooperación entre aquéllos y este Tribunal (STC 54/1983) [F.J. 3].
3. Este Tribunal ha puesto reiteradamente de relieve que no cabe minimizar la importancia de la audiencia prevista en el art. 35.2 LOTC. Esta, en efecto, no sólo garantiza que las partes sean oídas ante una decisión judicial de tanta entidad como abrir un proceso constitucional, sino que pone a disposición del órgano jurisdiccional un medio que le permite conocer la opinión de los sujetos interesados con el fin de facilitar la reflexión sobre la conveniencia o no de instar la apertura de dicho proceso. Para cumplir este doble objetivo las alegaciones han de versar, de un lado, sobre la vinculación entre la norma citada por el órgano judicial como cuestionable y los supuestos de hecho que se dan en el caso sometido y, de otro, sobre el juicio de conformidad entre la norma y la Constitución [F.J. 4].
4. Según hemos dicho (SSTC 157/1990, 222/1972 y 238/1992), «la finalidad de la cuestión de inconstitucionalidad no es en modo alguno la de resolver controversias interpretativas sobre la legalidad entre órganos jurisdiccionales o dudas sobre el alcance de determinado precepto legal». En el presente caso, sin embargo, la Sala no cuestiona con carácter autónomo las resoluciones del Tribunal Supremo sino ciertos preceptos del Derecho histórico; constatación que por sí sola excluye el eventual reproche. De otro lado, tampoco se suscita aquí una controversia interpretativa sobre la legalidad ordinaria, sino la confrontación con el art. 14 C.E. de dichos preceptos. Si bien la particularidad del presente caso radica en que el Tribunal Supremo ya se ha pronunciado sobre la no conformidad de los mismos con el principio de igualdad que la Constitución reconoce. Lo que aconseja hacer ciertas consideraciones adicionales en relación con este último punto [F.J. 4].
5. La intervención de este Tribunal requiere no sólo la existencia de un problema de constitucionalidad, es decir, de interpretación de los preceptos de la Constitución, sino que tal interpretación tenga abierto el acceso al mismo dentro del ámbito de su jurisdicción en los distintos procesos constitucionales. De manera que si el ámbito de uno de ellos le impide pronunciarse, como ocurría en el caso de la STC 114/1995, respecto al proceso de amparo, ello no excluye que el mismo problema interpretativo pueda llegar ante este Tribunal por otro cauce procesal distinto; y en tal caso, siempre que tenga jurisdicción respecto a este proceso, como intérprete supremo de la Constitución (art. 1 LOTC) «le corresponderá decir la última palabra sobre la interpretación de la misma» [F.J. 5].
6. Hemos de partir de una nítida distinción entre el orden de sucesión en la Corona, regulado en el art. 57.1 C.E., y el orden regular de la transmisión «post mortem» de los títulos nobiliarios. Ante todo, cabe observar que~ si bien ha existido históricamente una clara vinculación entre el orden de suceder en la Corona y el aplicable a los títulos nobiliarios, lo cierto es que la Constitución hoy vigente no la establece; pues las referencias de los arts 56.2 y 57.2 C.E., se circunscriben a los «demás títulos» del Rey y del Príncipe heredero, que quedan fuera de nuestro enjuiciamiento. De suerte que si la conformidad con la Constitución del orden regular de sucesión en la Corona (art. 57.1 C.E.) no puede suscitar duda alguna, por haberlo establecido así el constituyente, éste no es precisamente el caso respecto a los títulos nobiliarios, pues es justamente la ausencia de un precepto constitucional que consagre el orden regular de sucesión en estas mercedes lo que permite plantear la presente cuestión de inconstitucionalidad [F.J. 7].
7. Aun cuando el precepto aquí cuestionado proceda de la legislación histórica y sea aplicable a los títulos de nobleza, cuyas raíces también se asientan en un pasado secular, sin embargo ha de recordarse que el carácter histórico de una institución no puede excluir, por sí solo, su contraste con la Constitución. Pues si los principios y valores de ésta informan la totalidad de nuestro ordenamiento, la consecuencia es que la Norma fundamental «imposibilita el mantenimiento de instituciones jurídicas (aun con probada tradición) que resulten incompatibles con los mandatos y principios constitucionales» (STC 76/1988) [F.J. 8].
8. Si el principio de igualdad «no postula ni como fin ni como medio la paridad y sólo exige la razonabilidad de la diferencia de trato», las prohibiciones de discriminación, en cambio, imponen como fin y generalmente como medio la parificación de trato legal, de manera que sólo pueden ser utilizadas excepcionalmente por el legislador como criterio de diferenciación jurídica (STC 229/1992). Lo que implica la necesidad de usar en el juicio de legitimidad constitucional un canon mucho más estricto y que implica un mayor rigor respecto a las exigencias materiales de proporcionalidad (SSTC 75/1983 y 209/1988). Aunque la confrontación con el art. 14 C.E. de la diferencia por razón de sexo que se imputa al precepto legal aquí cuestionado no puede llevarse a cabo en abstracto sino en el concreto ámbito de la institución de los títulos de nobleza, para determinar si dicho principio es aplicable en este particular ámbito jurídico, dada la peculiar naturaleza de aquellas [F.J. 8].
9. Los títulos nobiliarios han subsistido en la sociedad burguesa y en el régimen constitucional, sin duda por su directa vinculación con la Corona, «fons nobilitatis». Aunque sólo han permanecido, «como instituciones residuales de la sociedad anterior que se incrustan en la nueva y logran persistir en ella, bien es cierto que con un contenido jurídico y una función social enteramente otras y menores que las que tuvieron antes» (STC 27/1982). Ahora bien, dicho esto, nuestro enjuiciamiento ha de partir necesariamente de un elemento de la doctrina sentada por este Tribunal en relación con el art. 14 C.E., a saber, que «...al amparo del principio de igualdad no es lícito tratar de asimilar situaciones que en su origen no han sido equiparadas por las normas jurídicas que las crean» (STC 9/1995). Y de su origen histórico se desprende un dato relevante en relación con dicha doctrina: Que los títulos de nobleza han sido una de esas instituciones que se han configurado según las normas del momento histórico en el que surgen, en atención a muy diversos factores, habiendo constituido, en el Antiguo Régimen, un doble factor de diferenciación jurídica entre las personas [F.J. 11].
10. El ostentar un título nobiliario no supone en modo alguno «un "status" o condición estamental y privilegiada» ni tampoco conlleva hoy el ejercicio de función pública alguna. Pues «desde 1820 un título nobiliario es -y no es más que eso- una preeminencia o prerrogativa de honor», un «nomen honoris». De suerte que las consecuencias jurídicas inherentes al mismo o su contenido jurídico se agotan «en el derecho a adquirirlo, a usarlo y a protegerlo frente a terceros de modo semejante a lo que sucede con el derecho al nombre» (STC 27/1982) [F.J. 12].
11. Por simbolizar el título de nobleza una institución que sólo fue relevante social y jurídicamente en el pasado, el símbolo elegido se halla desprovisto hoy de cualquier contenido jurídico-material en nuestro ordenamiento, más allá del derecho a usar un «nomen honoris» que viene a identificar, junto al nombre, el linaje al que pertenece quien ostenta tal prerrogativa de honor. Lo que es relevante en relación con el principio de igualdad del art. 14 C.E., puesto que si la adquisición de un título de nobleza sólo viene a constituir un «hecho diferencial» (STC 27/1982) cuyo significado no es material sino sólo simbólico, este carácter excluye, en principio, la existencia de una posible discriminación al adquirirlo, tanto por vía directa como por vía sucesoria, dado que las consecuencias jurídicas de su adquisición son las mismas en ambos casos. La adquisición por vía sucesoria de un título de nobleza sólo despliega hoy sus efectos jurídicos en el ámbito de determinadas relaciones privadas, pues su eficacia general sólo se manifiesta como complemento del nombre, identificando a quien lo ostenta con su linaje [F.J. 12].
12. Los títulos de nobleza nos sitúan ante un ámbito de relaciones que se circunscribe a aquellas personas que forman parte del linaje del beneficiario de la merced y, por tanto, no poseen una proyección general y definitoria de un «status», sino ante un simple «nomen honoris» que implica una referencia a la historia en cuanto símbolo y no posee así otro valor que el puramente social que en cada momento quiera otorgársele [F.J. 12].
13. La transmisión «post mortem» de los títulos de nobleza es de carácter vincular, y, por tanto, excepcional o extraordinaria. Lo que entraña, en esencia, la existencia de un orden de llamamientos objetivo y predeterminado que, en principio, es indefinido en cuanto a los sucesores en el uso y disfrute del título nobiliario que se transmite. Pues si éste ha constituido tradicionalmente una prerrogativa de honor vinculada a una familia o linaje -el de la persona a la que el Rey concedió la merced- ello permite perpetuar indefinidamente su uso y disfrute por los descendientes en línea directa de aquel a quien fue concedido, pero extraña necesariamente la exclusión de unos descendientes en favor de otro. Lo que diferencia esta sucesión vincular de la ordinaria regida por el Derecho civil [F.J. 14].
14. El título de nobleza, por ser el resultado de la voluntad graciable del Monarca, se adquiere por vía sucesoria tal y como ha sido configurado por la Real concesión o por las posteriores autorizaciones regias [F.J. 14}.
15. Si los títulos de nobleza tienen hoy un carácter simbólico, como antes se ha dicho, la regla de preferencia establecida por el precepto cuestionado hoy es, indudablemente, un elemento diferencial que no tiene cabida en nuestro ordenamiento respecto a aquellas situaciones que poseen una proyección general. De manera que sólo puede entrañar, al igual que los propios títulos nobiliarios, una referencia o una llamada a la historia, desprovista hoy de todo contenido material. La diferencia por razón de sexo que la Partida 2.15.2 establece sólo posee hoy un valor meramente simbólico dado que el fundamento de la diferenciación que incorpora ya no se halla vigente en nuestro ordenamiento. Mientras que, por el contrario, los valores sociales y jurídicos contenidos en la Constitución y, por tanto, con plena vigencia en el momento actual, necesariamente han de proyectar sus efectos si estuviésemos ante una diferencia legal que tuviera un contenido material. Lo que ciertamente no ocurre en el presente caso, en atención a las razones que se han expuesto partiendo de las premisas sentadas en los fundamentos precedentes. A lo que cabe agregar, por último, otra consideración: Los títulos nobiliarios se adquieren hoy por vía sucesoria tal y como son. El régimen legal de su transmisión «post mortem» ha constituido, a lo largo del tiempo, un elemento inherente al propio título de nobleza que se adquiere por vía sucesoria. Y otro tanto cabe decir de los otorgados en el Estado liberal e incluso de los concedidos en fechas recientes, pues será lo dispuesto en la Real concesión lo que ha de determinar, en el futuro, las sucesivas transmisiones. Por lo que resultaría paradójico que el título de nobleza pudiera adquirirse por vía sucesoria no tal como es y ha sido históricamente según los criterios que han presidido las anteriores transmisiones, sino al amparo de criterios distintos. Pues ello supondría tanto como proyectar valores y principios contenidos en la Constitución y que hoy poseen un contenido material en nuestro ordenamiento sobre lo que carece de ese contenido por su carácter simbólico [F.J. 15].
16. No siendo discriminatorio y, por tanto, inconstitucional el título de nobleza tampoco puede serlo dicha preferencia, salvo incurrir en la misma contradicción lógica que respecto a aquel caso se ha señalado [F.J. 16].
17. Admitida la constitucionalidad de los títulos nobiliarios por su naturaleza meramente honorífica y la finalidad de mantener vivo el recuerdo histórico al que se debe su otorgamiento, no cabe entender que un determinado elemento de dicha institución -el régimen de su transmisión «mortis causa»- haya de apartarse de las determinaciones establecidas en la Real carta de concesión [F.J. 16].
(En el texto extendido ("leer más") se recoge la Sentencia completa y los votos particulares).
TEXTO CASI COMPLETO DE LA SENTENCIA Y DE LOS VOTOS PARTICULARES DE TRES MAGISTRADOS.
En la cuestión de inconstitucionalidad núm. 661/96, planteada por la Sección Decimotercera de la Audiencia Provincial de Madrid en relación con el art. 1 de la Ley de 4 de mayo de 1948, el art. 5 del Decreto de 4 de junio de 1948, el art. 13 de la Ley Desvinculadora de 1820, las Leyes 8 y 9 del título XVII del libro X de la Novísima Recopilación, y la Ley 2 del título XV de la Partida II, por supuesta vulneración del art. 14 C.E.
I. Antecedentes
2. Los hechos que dieron lugar al planteamiento de la cuestión, brevemente expuestos, son los siguientes:
A) Doña María del Pilar de la Cierva y Osorio de Moscoso presentó en su día demanda de juicio declarativo de mayor cuantía pretendiendo se declarara su mejor derecho a ostentar los títulos de Conde de Cardona, con Grandeza de España, Marqués de Mairena y Conde de Arzarcóllar frente a su hermano, menor en edad, don Rafael. El Juzgado de Primera Instancia núm. 51 de Madrid, dictó en su día Sentencia desestimatoria de la demanda.
B) La actora civil interpuso recurso de apelación ante la Audiencia, cuya Sección Decimotercera acordó, por providencia de 20 de noviembre de 1995, y de conformidad con lo dispuesto en el art. 35 LOTC, requerir a las partes para que alegaran lo que estimasen pertinente en relación con la «posibilidad constitucional de pervivencia, tras la entrada en vigor de la Constitución, del régimen de sucesión de títulos nobiliarios establecido como orden regular de sucesión, dispuesto por el Derecho histórico preconstitucional, al imponer, en los casos de igualdad de línea y grado, la preferencia del varón sobre la mujer para determinar el orden de sucesión de los títulos nobiliarios, o, por el contrario, esta preferencia ha de entenderse abrogada y derogada, a tenor de la disposición derogatoria tercera de la Constitución Española, por violación del art. 14 de la misma, en cuanto proclama el principio de igualdad de los españoles, prohibiendo cualquier discriminación por razón de sexo».
C) Evacuadas las alegaciones de las partes -en las que la actora se opuso al planteamiento de la cuestión, el demandado la estimó necesaria, y el Fiscal se abstuvo de deducirlas por entender imprecisos los términos de la misma-, la Sección, por Auto de 8 de febrero de 1996, acordó el planteamiento de la presente cuestión de inconstitucionalidad.
3. Comienza el Auto de planteamiento por identificar las normas cuestionadas, reguladoras del orden de sucesión en los títulos nobiliarios, y que son las siguientes:
A) El art. 1 de la Ley de 4 de mayo de 1948, de acuerdo con el cual «se restablecen (...) las disposiciones vigentes hasta el 14 de abril de 1931 sobre concesión, rehabilitación y transmisión de Grandezas y Títulos del Reino, ejercitándose por el Jefe del Estado la gracia y prerrogativas a que aquéllas se refieren».
B) El art. 5 del Decreto de 4 de junio de 1948, norma con rango de Ley por causa de la remisión que ordena el precitado art. 1 de la Ley de 1948, en el que se dispone que «el orden de suceder en todas las dignidades nobiliarias se acomodará estrictamente a lo dispuesto en el título de concesión y, en su defecto, al que tradicionalmente se ha seguido en la materia».
C) El art. 13 de la Ley Desvinculadora de 1820, conforme al cual «los títulos, prerrogativas de honor y cualesquiera otras preeminencias de esta clase que los poseedores actuales de vinculación disfrutan como anejas a ellas subsistirán en el mismo pie y seguirán en el orden de sucesión prescrito en las concesiones, escrituras de fundación u otros documentos de procedencia».
D) Las Leyes 8 y 9 del título XVII de la Novísima Recopilación, en las que se establece que «lo qual visto por los del nuestro Consejo y con Nos consultado, fue acordado, que debíamos mandar y declarar, como declaramos y mandamos, que en la sucesión de los mayorazgos, vínculos, patronazgos y aniversarios que de aquí en adelante se hicieren, así por ascendientes como por transversales o extremos, se guarde lo dispuesto en las dichas Leyes de Partida y Toro».
E) La Ley 2 del título XV de la Partida II, que establece el orden de sucesión de la Corona y dispone «que el señorío del Reyno non lo oviesse si non el fijo mayor después de la muerte de su padre, e este varón siempre en todas las tierras del mundo, doquier que el señorío ovieron por linaje, e mayormente en España. E por escusar muchos males, que acaecieron o podrían aún ser fechos, pusieron que el Señorío del Rey heredassen siempre aquellos que viniesen por la liña derecha. E por ende establecieron que si fijo varón y non oviesse, la fija mayor heredasse el Reyno ...».
Expone a continuación el Auto de planteamiento -tras objetar las supuestas imprecisiones alegadas por el Fiscal- las razones por las que las normas cuestionadas son aplicables al caso debatido, dependiendo de su validez el contenido del fallo que haya de acordarse. Acto seguido, el órgano proponente se extiende en consideraciones sobre el planteamiento de cuestiones de constitucionalidad respecto a normas preconstitucionales, fiel trasunto de la doctrina sentada desde la STC 4/1981.
El Auto se centra, seguidamente, en la exposición de la duda de constitucionalidad, que tiene por único objeto la vigencia o derogación del principio de varonía. Explica la Sección que la derogación de este principio ha sido declarada por varias Sentencias de la Sala Primera del Tribunal Supremo, en línea jurisprudencial uniforme desde la Sentencia de 20 de junio de 1987. Frente a este criterio se viene oponiendo, sin embargo, parte relevante de la doctrina científica, el Consejo de Estado y varios órganos judiciales, destacándose en el Auto que la última Sentencia del Tribunal Supremo, aun formando parte de esa línea jurisprudencial, va acompañada de un voto particular discrepante. Con todo, admite la Sección que esta discrepancia no es motivo suficiente para plantear la cuestión. Sí lo sería, en cambio, la discrepancia entre la jurisprudencia del Tribunal Supremo y la de este Tribunal Constitucional, cifrada en la STC 27/1982, cuyo contenido permite poner en duda que el Derecho histórico haya sido derogado, por cuanto el carácter discriminatorio de los títulos nobiliarios está ínsito en su propia naturaleza jurídica y carece de relevancia constitucional. Por ello, supeditar un determinado aspecto jurídico de su regulación y contenido a determinados criterios preferenciales y, por tanto, discriminatorios, ha de ser también irrelevante desde el punto de vista constitucional.
II. Fundamentos jurídicos
1. La Sección Decimotercera de la Audiencia Provincial de Madrid ha planteado cuestión de inconstitucionalidad por estimar que la decisión en el proceso que conoce en grado de apelación «depende de la validez y, por tanto, de la vigencia de las normas con rango de Ley que integran el régimen sucesorio de los títulos nobiliarios, dispuesto por el Derecho histórico preconstitucional vigente -art. 1 de la Ley de 4 de mayo de 1948, art. 5 del Decreto de 4 de junio de 1948, art. 13 de la Ley Desvinculadora, de 27 de septiembre, 11 de octubre de 1820, Leyes 8 y 9 del título XVII del libro X de la Novísima Recopilación y Ley 2 del título XV de la Partida II-, por posible infracción del art. 14 C.E.». Pues «al disponer la preferencia del varón sobre la mujer, en igualdad de línea y grado, para ostentar mejor derecho a poseer las dignidades nobiliarias en el orden regular de sucesión», dicha normativa «puede infringir o no el principio de no discriminación por razón de sexo, que proclama el art. 14 C.E.». De suerte que si la legislación histórica antes mencionada es ajustada a la Constitución ello supondrá, a juicio de la Audiencia Provincial «el rechazo del recurso de apelación y confirmación de la Sentencia apelada, mientras que su inconstitucionalidad sobrevenida determinará la revocación de la misma y, previa estimación total de la demanda, el reconocimiento del mejor derecho de la actora a poseer los títulos nobiliarios» (fundamento jurídico 4 del Auto de planteamiento).
6. Los preceptos individualizados en el Auto de planteamiento como aplicables al caso ponen de relieve otra particularidad del problema de constitucionalidad que ha suscitado la Sala. Cabe observar, en efecto, que si todos son anteriores a nuestra Constitución, uno de ellos (el art. 13 del Decreto de las Cortes de 27 de septiembre de 1820, «publicado en las mismas como Ley de 11 de octubre del mismo año», según se expresa en el art. 1 del Real Decreto de 30 de agosto de 1836, por el que se restableció su vigencia) pertenece al período de tránsito del Antiguo Régimen al régimen constitucional en España. Y otros, los de la Novísima Recopilación, libro X, título XVII, Leyes 8 y 9 (en adelante, Novísima Recopilación 10.17.8 y 9) y el del Código de las Siete Partidas, la Partida II, título XV, Ley 2 (en adelante, Partida 2.15.2) son legislación histórica de la Monarquía española de la Edad Moderna (pues la Ley 8 de la Novísima contiene la Pragmática del Rey Felipe III dada en Madrid el 15 de abril de 1615 y la Ley 9 la Pragmática del mismo Rey también dada en Madrid el 5 de abril de ese año) y de la Baja Edad Media. Por lo que, en atención a los preceptos cuestionados, el dato histórico aparece como uno de los factores relevantes para nuestro enjuiciamiento, aunque también suscite, en contrapartida, algunos problemas.
A) Los intervinientes en este proceso no han objetado que los preceptos cuestionados, pese a su carácter de Derecho histórico, tengan rango legal, aunque el Abogado del Estado excepciona de esta calificación el art. 5 del Decreto de 4 de junio de 1948. Alegación que ha de compartirse, pues, si bien el art. 1 de la Ley de 4 de junio de 1948, extiende la eficacia derogatoria de disposiciones anteriores no sólo a lo en ella establecido sino a los «Decretos que la complementen» -y el aquí considerado lo es, como claramente pone de relieve el art. 1 de dicho Decreto-, en realidad no por ello adquiere rango legal, pues sólo viene a desarrollar, por vía reglamentaria, lo dispuesto en aquella Ley. Por lo que ha de ser excluido de nuestro enjuiciamiento.
La vigencia del Código de las Siete Partidas y, en concreto, la Partida 2.15.2, podría suscitar, en cambio, mayores problemas dado que a partir de la tercera redacción, entre 1295 y 1312, se modificó tanto su contenido como su finalidad originaria de constituir una Ley general para el Reino; por lo que el «Libro de las leyes» dejó de ser aplicado incluso en el Tribunal de la Corte, en beneficio del Fuero Real. Pero la duda se despeja, de un lado, por haber adquirido expresa vigencia los «libros de Partidas» en virtud de la Ley 1, título XXVIII, del Ordenamiento de leyes dado por el Rey Alfonso XI en las Cortes de Alcalá de 1348, en el orden de prelación de fuentes allí establecido y que se mantiene inalterado hasta el siglo XIX. De otro, por haber sido considerada como Derecho en vigor a lo largo de este siglo por la jurisprudencia del Tribunal Supremo. Y en cuanto a su vigencia actual basta observar que en el período de tránsito del Antiguo Régimen al Estado liberal la Ley de 11 de octubre de 1820 se remitió al Derecho histórico al declarar en su art. 13 que «los títulos, prerrogativas de honor y cualesquiera otras preeminencias de esta clase» que los poseedores actuales de los mayorazgos y otras vinculaciones suprimidas por el art. 1 «disfrutan como anejas a ellas, subsistirán en el mismo pie y seguirán el orden de sucesión prescrito en las concesiones, escrituras de fundación y otros documentos de procedencia»; y la vigencia de esta disposición fue restablecida, como se ha dicho, por Decreto de las Cortes de 30 de agosto de 1836. Más tarde, tras el Decreto de 25 de mayo de 1873 por el que el Gobierno de la República acordó no conceder en lo sucesivo títulos de nobleza, el art. 1 del Decreto de 25 de junio de 1874 lo dejó sin efecto, afirmando que «se declara subsistente en su fuerza y vigor la legislación vigente a la publicación de aquel Decreto». Y otro tanto ocurre, por último, con posterioridad a la Constitución de 1931 dado que el art. 1 de la mencionada Ley de 4 de mayo de 1948 prescribe que «se restablecen... las disposiciones vigentes hasta el 14 de abril de 1931 sobre concesión, rehabilitación y transmisión de Grandezas y Títulos del Reino...».
B) Tampoco se ha objetado la aplicación al caso de dichos preceptos, si bien ha de señalarse que el Abogado del Estado, tras un detenido examen histórico, ha estimado que la regla de masculinidad o varonía en el orden regular de sucesión de los títulos nobiliarios se deriva, en concreto, de la Partida 2.15.2 y que su aplicación está justificada no sólo por la directa relación entre la sucesión en la Corona y el orden regular de la transmisión post mortem de estas mercedes en el Antiguo Régimen, como evidencia la doctrina más autorizada, sino también a tenor de una reiterada jurisprudencia del Tribunal Supremo anterior a 1987, aunque este entendimiento se haya modificado en algunas decisiones posteriores.
En relación con este extremo, ha de recordarse que sólo cuando de manera evidente la norma cuestionada sea, según principios básicos, inaplicable al caso, cabrá declarar inadmisible por esta razón la cuestión de inconstitucionalidad planteada (SSTC 17/1981 y 341/1993). Y al respecto basta señalar que en la Partida 2.15.2 se recogen, en efecto, los principios de primogenitura, masculinidad y representación de los que deriva la regla de preferencia del varón, en igualdad de línea y grado, que se cuestiona en este proceso; pues si inicialmente dispone que «el señorío del Reino non lo oviesse sinon el fijo mayor después de la muerte de su padre», se agrega seguidamente que
«... el señorío del Reino heredassen siempre aquellos que viniessen por la liña derecha. E por ende establecieron, que si fijo varón y non oviesse, la fija mayor heredasse el Reino. E aun mandaron, que si el fijo mayor muriesse ante que heredasse, si dexasse fijo o fija que oviesse de su muger legítima, que aquel o aquella lo oviesse, e non otro ninguno.»
Conclusión que se corrobora en la jurisprudencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo, al configurar el orden regular de la transmisión post mortem de los títulos nobiliarios «con arreglo a los principios clásicos de primogenitura, masculinidad y representación, conjugados con los siguientes criterios preferenciales: En primer lugar, el grupo parental formado por los descendientes prefiere y excluye al de los ascendientes y el de éstos a los colaterales; en segundo lugar, la línea anterior prefiere y excluye a las posteriores; en tercer lugar, el más próximo en grado prefiere y excluye al más remoto, siempre que ambos pertenezcan a la misma línea (y salvando siempre el derecho de representación); en cuarto lugar, en igualdad de línea y grado, el varón prefiere y excluye a la mujer; en quinto lugar, en igualdad de línea, grado y sexo, el de más edad prefiere y excluye al menor. Ni la proximidad de grado, ni la preferencia de sexo, ni la mayor edad, operan más que cuando se trata de parientes consanguíneos de una misma línea, ya que si pertenecen a líneas distintas, la anterior prefiere y excluye a cada una de las posteriores» (Sentencia del Tribunal Supremo de 20 de junio de 1987, con cita de la de 8 de abril de 1972).
C) Sentado esto, los preceptos con rango legal hoy vigentes y aplicables al caso son, pues, el art. 1 de la Ley de 4 de mayo de 1948 y el art. 13 de la Ley de 11 de octubre de 1820 en cuanto declaran aplicable el Derecho histórico y, en particular, la Partida 2.15.2, de la que deriva por lo dispuesto en el inciso «que si fijo varon y non oviesse, la fija mayor heredasse el Reyno», la regla de preferencia cuya constitucionalidad se ha cuestionado por la Audiencia Provincial de Madrid. Aunque el examen posterior habrá de centrarse en el últimamente citado dado que la eventual inconstitucionalidad de los dos primeros sólo se produciría, en su caso, per relationem, al remitirse éstos al precepto de la legislación histórica.
7. Entrando ya en el fondo de la cuestión planteada, dos precisiones son necesarias, con carácter previo, para acotar adecuadamente el ámbito de nuestro enjuiciamiento.
A) El Auto de planteamiento de la presente cuestión ha hecho una genérica referencia al «régimen sucesorio de los títulos nobiliarios», aunque es evidente que, al margen de los títulos de nobleza extranjeros, otros dos grupos específicos han de quedar excluidos de nuestro examen. De un lado, por su expreso reconocimiento en la Constitución, los «demás títulos» a los que aluden los arts. 56.2 y 57.2 C.E., en relación, respectivamente, con el Rey y el Príncipe heredero de la Corona. De otro, los «títulos de nobleza pertenecientes a la Casa Real», respecto a los que el art. 6 del Real Decreto 1.368/1987, de 6 de noviembre, determina que su uso solamente podrá ser autorizado por el Titular de la Corona a los miembros de la Familia Real, con carácter graciable, personal y vitalicio; y así se ha dispuesto, por ejemplo, en el Real Decreto 323/1995, de 3 de marzo. De manera que nuestro examen ha de proyectarse sobre los restantes títulos de nobleza, tanto si fueron otorgados antes de 1812 o con posterioridad a esta fecha.
B) En segundo término, hemos de partir de una nítida distinción entre el orden de sucesión en la Corona, regulado en el art. 57.1 C.E., y el orden regular de la transmisión post mortem de los títulos nobiliarios. Ante todo, cabe observar que si bien ha existido históricamente una clara vinculación entre el orden de suceder en la Corona y el aplicable a los títulos nobiliarios, lo cierto es que la Constitución hoy vigente no la establece; pues las referencias de los arts. 56.2 y 57.2 C.E., como antes se ha dicho, se circunscriben a los «demás títulos» del Rey y del Príncipe heredero, que quedan fuera de nuestro enjuiciamiento. De suerte que si la conformidad con la Constitución del orden regular de sucesión en la Corona (art. 57.1 C.E.) no puede suscitar duda alguna, por haberlo establecido así el constituyente, éste no es precisamente el caso respecto a los títulos nobiliarios, pues es justamente la ausencia de un precepto constitucional que consagre el orden regular de sucesión en estas mercedes lo que permite plantear la presente cuestión de inconstitucionalidad.
De otra parte, la distinción se corrobora desde una perspectiva formal, pues si bien la Partida 2.15.2 se aplicó inicialmente tanto para el orden regular de la sucesión en la Corona como en los títulos de nobleza, se produce una primera disociación entre las normas aplicables a una y otra sucesión tras el Auto acordado de 10 de mayo de 1713, por el que Felipe V establece un «nuevo reglamento para la sucesión de esta Monarquía» basado en la agnación rigurosa y, por tanto, con preferencia «de todos mis descendientes varones por la línea recta de varonía a las hembras y sus descendientes» (Novísima Recopilación, 3.1.5). Y la escisión se confirma en el debate abierto por dicha disposición, ya que frente a la pretensión de modificar con base en la mencionada disposición de 1713 lo decidido en la Pragmática de 1615 sobre la sucesión de las hijas en los mayorazgos, la doctrina sostendrá con firmeza que en el mayorazgo constituido sin ley o condición del fundador, esto es, el regular, la sucesión queda sujeta a lo dispuesto en la Partida 2.15.2, como afirman Jordán de Asso y Miguel de Manuel en 1792 y reitera Juan Sala en 1820 en relación con el Auto acordado de 1713 al afirmar que esta disposición «...sólo dice respecto a la sucesión de la Monarquía, sin que sirva de exemplo a los mayorazgos regulares, que siempre se gobiernan por lo establecido en la referida Ley 2, título XV, Partida II». Por último, la disociación entre las normas que rigen la sucesión en la Corona y en los títulos nobiliarios se consolida tras la petición de las Cortes de Madrid de 1789 de que se derogase el Auto acordado de 1713 volviendo a la entera vigencia de la Partida 2.15.2, aceptada por Carlos IV. Pues entre la primera fecha y la publicación de la Pragmática Sanción de 29 de marzo de 1830, por la que finalmente se hizo pública aquella decisión, ya se había promulgado la Constitución de Cádiz, en cuyos artículos 174 a 178 se contiene el orden de sucesión a la Corona. De suerte que el proceso de disociación iniciado en 1713 culmina en 1812 y, por tanto, desde esta fecha la Partida 2.15.2 deja de ser aplicable a la sucesión en la Corona al ser sustituida por los preceptos constitucionales, si bien continuará rigiendo la sucesión regular en los títulos nobiliarios.
8. Al pasar a confrontar los preceptos cuestionados con el art. 14 C.E. conviene indicar que el Auto por el que la Audiencia Provincial de Madrid promueve la presente cuestión ha suscitado la duda de inconstitucionalidad «por infracción del art. 14 C.E.», aunque la concreta luego al justificar su planteamiento en una posible «discriminación por razón de sexo». Si bien sentado esto es preciso hacer seguidamente algunas consideraciones en relación con el canon que ha de guiar nuestro enjuiciamiento.
En primer lugar, aun cuando el precepto aquí cuestionado proceda de la legislación histórica y sea aplicable a los títulos de nobleza, cuyas raíces también se asientan en un pasado secular, sin embargo ha de recordarse que el carácter histórico de una institución no puede excluir, por sí sólo, su contraste con la Constitución. Pues si los principios y valores de ésta informan la totalidad de nuestro ordenamiento, la consecuencia es que la Norma fundamental «imposibilita el mantenimiento de instituciones jurídicas (aun con probada tradición) que resulten incompatibles con los mandatos y principios constitucionales» (STC 76/1988, fundamento jurídico 3.). Y caso de ser procedente el contraste con la Norma fundamental, del planteamiento antes indicado se desprendería con claridad que no nos encontramos ante la cláusula general de igualdad del art. 14 C.E. sino ante uno de los concretos motivos de discriminación que dicho precepto prohíbe (SSTC 128/1987 y 166/1988), el configurado por razón de sexo. Pues éste, en sí mismo, no puede ser motivo de trato desigual (SSTC 75/1983, 128/1987, 207/1987 y 166/1988, entre otras muchas).
De este modo, si el principio de igualdad «no postula ni como fin ni como medio la paridad y sólo exige la razonabilidad de la diferencia de trato», las prohibiciones de discriminación, en cambio, imponen como fin y generalmente como medio la parificación de trato legal, de manera que sólo pueden ser utilizadas excepcionalmente por el legislador como criterio de diferenciación jurídica (STC 229/1992, fundamento jurídico 4.). Lo que implica la necesidad de usar en el juicio de legitimidad constitucional un canon mucho más estricto y que implica un mayor rigor respecto a las exigencias materiales de proporcionalidad (SSTC 75/1983, fundamento jurídico 4., y 209/1988, fundamento jurídico 6.).
No obstante, cabe observar, en segundo término, que la confrontación con el art. 14 C.E. de la diferencia por razón de sexo que se imputa al precepto legal aquí cuestionado no puede llevarse a cabo en abstracto sino en el concreto ámbito de la institución de los títulos de nobleza, para determinar si dicho principio es aplicable en este particular ámbito jurídico, dada la peculiar naturaleza de aquéllos. Y este enjuiciamiento, sin duda, posee un carácter previo, pues sólo si la respuesta a esta cuestión fuera positiva podría pasarse a examinar si la mencionada diferencia por razón del sexo es excepcionalmente legítima en atención a la institución aquí considerada. Por lo que es preciso examinar, en primer lugar, el origen histórico de estas mercedes de la Corona; en segundo término, su contenido y significado actual; y, por último, el régimen general de la adquisición por vía sucesoria, ya que sólo tras este examen de la institución podrá apreciarse si falta o no el presupuesto mismo para que pueda operar el principio de igualdad, como ha señalado el Abogado del Estado.
9. El primer aspecto que ha de tenerse en cuenta a los fines de la eventual aplicación del principio constitucional de igualdad en el ámbito de la institución nobiliaria es, de un lado, el origen y significado histórico de los títulos de nobleza; de otro, su subsistencia en el ordenamiento del Estado liberal, pese a que en éste ya comience a operar dicho principio.
En efecto, con independencia de cuáles sean los orígenes remotos tanto de la nobleza como de los títulos nobiliarios, basta remitirse a la sociedad estamental del Antiguo Régimen para recordar, como ya hemos dicho en una decisión de indudable relevancia para el presente caso por abordar una cuestión similar a la aquí examinada, la STC 27/1982, fundamento jurídico 2., que en dicha sociedad «no regía el principio de igualdad ante la ley, sino cabalmente el contrario, ya que las personas tenían más o menos derechos según pertenecieran o no a alguno de los estamentos privilegiados». Esto es, los del clero y la nobleza, cuyos componentes se diferenciaban legalmente de quienes pertenecían al «estado llano» por el conjunto de privilegios -honras, franquicias, exenciones y beneficios de distinta índole- de que gozaban aquéllos. Pero ha de tenerse presente, además, que en aquel período histórico existía una jerarquización en el estamento social que aquí interesa, el de la nobleza, con una clara diferenciación en las posiciones jurídicas de sus distintos componentes. Pues quienes ostentaban títulos nobiliarios se hallaban en una posición superior respecto a los simples hidalgos, caballeros de distinta índole y señores de vasallos, dado que aquéllos, por pertenecer a la alta nobleza, no sólo participaban de diversos modos en el gobierno de la Monarquía sino que también disfrutaban de mayor poder, económico y jurídico, como titulares del régimen señorial y de los mayorazgos que desde el siglo XIII se constituyen en Castilla. Y aun respecto de la nobleza titulada cabe apreciar otra diferenciación al existir dentro de ella otro grupo más reducido en número, el de los títulos con dignidad de Grandes de España, con particular tratamiento consagrado por Carlos V en 1520, en el que se produce en el siglo XVII una jerarquización ulterior, al distinguirse entre grandezas de primera, segunda y tercera clase, luego abandonada en el siglo XIX.
Esta jerarquización y la consiguiente diferenciación dentro de la nobleza se mantuvo durante siglos, si bien se modifica, por distintas razones, la extensión de los distintos grupos que integran este estamento, preeminente en aquel período histórico. Pues si a finales del siglo XV la alta nobleza era un grupo reducido -ya que sólo existían unos cien títulos nobiliarios en Castilla, unos treinta en Cataluña, veinte en Aragón y menos de diez en Navarra-, la concesión de títulos nobiliarios se incrementó considerablemente en los siglos XVII y XVIII, al tiempo que se trató de limitar, por motivos fiscales, la pertenencia al grupo más amplio de la nobleza, el de los simples hidalgos. Y continuando la línea seguida por los dos últimos Monarcas de la casa de Austria, sólo Felipe V otorgó más de doscientos títulos de nobleza y similar prodigalidad se registra bajo Carlos III y Carlos IV. Lo que supuso que al final del siglo XVIII la nobleza como estamento viniera a ser identificada socialmente con la nobleza titulada.
10. El régimen constitucional iniciado en 1812 conservó la Monarquía, si bien el principio de la soberanía nacional y la división de poderes que informan el texto de Cádiz, unidos en la finalidad de suprimir el anterior poder absoluto del Rey, harán que la institución histórica adquiera una nueva forma, la Monarquía constitucional. Y en lo que respecta a la nobleza, la igualdad de derechos «proclamada en la primera parte de la Constitución», como expresa su Discurso Preliminar, entrañó un profundo cambio en la posición política, jurídica y social que este estamento había ostentado en el Antiguo Régimen. Aunque las sucesivas quiebras del régimen constitucional entre 1814 y 1820 así como entre 1823 y 1833 impidieron -salvo en el breve paréntesis del Trienio- no sólo que fuera efectiva la Monarquía constitucional configurada en el texto de 1812 sino que tampoco se llevase a cabo la completa abolición de los privilegios de la nobleza que se inició con el Decreto de Cortes de 6 de agosto de 1811 al incorporar a la nación los señoríos jurisdiccionales. Pero dicho esto, ciertos datos relativos a este período inicial son significativos a los fines de nuestro examen.
A) En primer lugar, que pese a los principios que informan el nuevo Estado liberal, tanto las Cortes de las que surge la Constitución de 1812 como el texto de ésta consideraron que los títulos nobiliarios eran una realidad subsistente, sin cuestionar su existencia. Lo que quizás sea explicable teniendo en cuenta que, en este momento histórico, la igualdad se proyecta sobre los derechos y deberes civiles y políticos de los ciudadanos pero no excluye una distinción ulterior en cuanto al «rango y honor» de las personas, como expresará más tarde el art. 62 de la Carta francesa de 1830. Idea que se aprecia claramente en las Cortes de Cádiz al discutirse el Decreto de 17 de agosto de 1811 por el que se suprimían las pruebas de nobleza para el ingreso en las academias militares al afirmar Argüelles, haciendo referencia a la nobleza en Inglaterra, que sus «privilegios y exenciones honran a los individuos sin humillar a los ciudadanos» por no entrañar una desigualdad en los derechos civiles y en las libertades políticas de todos.
De este modo, no puede sorprender que las propias Cortes de Cádiz, ya concluida la redacción de la Constitución, concedieran un título de nobleza con Grandeza de España (Decreto de 30 de enero de 1812). Y la subsistencia de la institución se aprecia también en el propio Texto constitucional, puesto que al establecer la composición del Consejo de Estado el art. 232 dispuso que este órgano habría de incluir, entre otros miembros, «cuatro Grandes de España, y no más, adornados de las virtudes, talento y conocimientos necesarios». Lo que guarda relación con otra circunstancia posterior: Que restablecida la Constitución de Cádiz en el Trienio 1820-1823, la antes mencionada Ley de 11 de octubre de 1820, pese a suprimir las antiguas vinculaciones de bienes y rentas, dejara subsistentes «los títulos, prerrogativas de honor y cualesquiera otras preeminencias que los poseedores actuales de vinculaciones disfrutan como anejas a ellas...». A lo que se une, por último, la concesión de distintos títulos de nobleza durante el citado Trienio, en los que si bien se consigna que el Rey que los otorga es Monarca constitucional, la forma de la Real concesión aún sigue unida al pasado.
B) En segundo término, si bien al conservar la Monarquía como institución tradicional el constituyente de 1812 pudo haber establecido expresamente entre las facultades del Rey la concesión de títulos de nobleza y dejado la entera ordenación de esta materia a la voluntad regia, como es el caso del texto francés antes citado de 1830, sin embargo, no lo hizo así. Lo que está unido sin duda a otro dato: Que en la Monarquía constitucional configurada por la Constitución de Cádiz, al igual que en las posteriores del siglo XIX, el Rey ostenta la potestad ejecutiva, como se desprende en aquella de la cláusula general del art. 170. Con la consecuencia, en todo caso, de haberse atribuido al Rey la facultad de otorgar «honores y distinciones de todas clases, con arreglo a las leyes» (art. 171, apartado 7.). Precepto que, con ligeras variantes, es incorporado a los Textos constitucionales posteriores (Constitución de 1837, art. 47, apartado 9., inciso 2.; Constitución de 1845, art. 45, apartado 9.; Constitución de 1869, art. 73, apartado 3.; Constitución de 1876, art. 55, apartado 8.), de donde pasa al inciso final del art. 62, apartado f), de la Constitución hoy vigente.
C) De este modo, desde la Constitución de 1812 hasta la actualmente vigente se ha entendido, sin discusión, que la concesión de títulos de nobleza constituía uno de esos «honores» a los que hoy se refiere el mencionado art. 62 f) C.E. pese a que, en general, los Reales Decretos sólo expresen como fundamento de la concesión la voluntad del Monarca. Lo que en los inicios del Estado liberal enlazaba fácilmente con las facultades del Rey en el Antiguo Régimen, y ello aún se refleja en el lenguaje, ya que en la jurisprudencia sobre títulos nobiliarios se continúa aludiendo a la existencia de una «prerrogativa regia». Cuando es indudable que, por imperativo del citado precepto de la Constitución, el Rey ha de ejercer su facultad de conceder un título de nobleza «con arreglo a las leyes»; y dicho acto, además, queda sujeto a refrendo ministerial (art. 64.1 C.E.), cuyo «sentido original y aún hoy esencial» es el «traslaticio de responsabilidad inherente al mismo» (STC 5/1987, fundamento jurídico 2.).
De otra parte, en relación con lo anterior ha de tenerse presente que el orden de suceder en los títulos nobiliarios, según constante doctrina de la Sala Primera del Tribunal Supremo, se determina, en primer lugar, por lo establecido «en la Real concesión» (art. 4 del Real Decreto de 27 de mayo de 1912), que constituye la «ley reguladora» o la «ley fundamental» de cada merced; y sólo en defecto de lo establecido en la Real concesión ha de operar, subsidiariamente el orden regular legalmente previsto. De suerte que en lo que aquí importa el acto graciable del Rey otorgando el título de nobleza puede establecer su carácter vitalicio o permanente, así como un particular orden de llamamientos para su transmisión mortis causa e incluso establecer condiciones especiales para la adquisición de la merced por vía sucesoria.
11. En suma, los títulos nobiliarios han subsistido en la sociedad burguesa y en el régimen constitucional, sin duda por su directa vinculación con la Corona, fons nobilitatis. Aunque sólo han permanecido, «como instituciones residuales de la sociedad anterior que se incrustan en la nueva y logran persistir en ella, bien es cierto que con un contenido jurídico y una función social enteramente otras y menores que las que tuvieron antes» (STC 27/1982, fundamento jurídico 2.).
Ahora bien, dicho esto, nuestro enjuiciamiento ha de partir necesariamente de un elemento de la doctrina sentada por este Tribunal en relación con el art. 14 C.E., a saber, que «...al amparo del principio de igualdad no es lícito tratar de asimilar situaciones que en su origen no han sido equiparadas por las normas jurídicas que las crean» (STC 9/1995, fundamento jurídico 3., con cita de las SSTC 68/1989, 77/1990, 48/1992, 293/1993, 82/1994, 236/1994 y 237/1994). Y de su origen histórico se desprende un dato relevante en relación con dicha doctrina: Que los títulos de nobleza han sido una de esas instituciones que se han configurado según las normas del momento histórico en el que surgen, en atención a muy diversos factores. Entre ellos, el haber constituido en el Antiguo Régimen un doble factor de diferenciación jurídica entre las personas, al ser no sólo una institución privativa del estamento entonces preeminente, la nobleza, que era el «elemento fundamental y definitorio en la sociedad feudal» (STC 27/1982), sino también por identificar al grupo superior de este estamento, la nobleza titulada, frente a los simples hidalgos y caballeros.
12. Pasando ahora al examen del contenido y significado actual de los títulos de nobleza, una constatación inicial es procedente: Que tanto en el Estado liberal como en el Estado social y democrático de Derecho que configura nuestra Constitución (art. 1.1 C.E.), basado en la igual dignidad de todas las personas (art. 10.1 C.E.), el ostentar un título nobiliario no supone en modo alguno «un status o condición estamental y privilegiada» ni tampoco conlleva hoy el ejercicio de función pública alguna. Pues «desde 1820 un título nobiliario es -y no es más que eso- una preeminencia o prerrogativa de honor», un nomen honoris. De suerte que las consecuencias jurídicas inherentes al mismo o su contenido jurídico se agotan «en el derecho a adquirirlo, a usarlo y a protegerlo frente a terceros de modo semejante a lo que sucede con el derecho al nombre» (STC 27/1982, fundamento jurídico 2.). De lo que también se desprenden varias consecuencias relevantes a los fines de la eventual aplicación del art. 14 C.E., como se verá seguidamente.
A) En primer lugar, el título de nobleza estuvo vinculado históricamente con la Corona en cuanto símbolo del Reino. En la actualidad, si los títulos de nobleza han subsistido desde 1812 hasta ahora, cabe entender justificadamente que esa subsistencia se deriva de su carácter simbólico, en la medida en que expresan hoy una referencia a una situación histórica, ya inexistente. De suerte que el significado simbólico de los títulos nobiliarios radica en una llamada a la historia, por hacer referencia a una realidad que nos remite a otros tiempos y ha desaparecido en su significado originario desde los inicios del Estado liberal (STC 27/1982).
Si se quiere, dicho en otros términos: Que por simbolizar el título de nobleza una institución que sólo fue relevante social y jurídicamente en el pasado, el símbolo elegido se halla desprovisto hoy de cualquier contenido jurídico-material en nuestro ordenamiento, más allá del derecho a usar un nomen honoris que viene a identificar, junto al nombre, el linaje al que pertenece quien ostenta tal prerrogativa de honor. Lo que es relevante en relación con el principio de igualdad del art. 14 C.E., puesto que si la adquisición de un título de nobleza sólo viene a constituir un «hecho diferencial» (STC 27/1982) cuyo significado no es material sino sólo simbólico, este carácter excluye, en principio, la existencia de una posible discriminación al adquirirlo, tanto por vía directa como por vía sucesoria, dado que las consecuencias jurídicas de su adquisición son las mismas en ambos casos.
B) En segundo término, si en el Antiguo Régimen el título de nobleza era un «privilegio» personal y transmisible a los herederos del beneficiario de la merced, este carácter singular y excepcional aún subsiste hoy, pese a que el acto graciable de concesión constituya el ejercicio «con arreglo a las leyes» de una facultad del Rey constitucionalmente reconocida [art. 62 f) C.E.]. Carácter singular de los títulos de nobleza que es predicable tanto si estos se adquieren por concesión o por vía sucesoria. En el primer caso, es claro que la singularidad y excepcionalidad de la situación del beneficiario de la merced justifican suficientemente la diferenciación que el acto del Monarca produce, apreciada en relación con su finalidad, que no es otra que la de distinguir y honrar a una determinada persona por sus méritos o servicios relevantes. Idea que ya aparece en la Real Orden de 25 de marzo de 1776 (Novísima, 6.1.21), al contraponer los «méritos y servicios propios» a la «nobleza y alianzas» del pretendiente de la merced o de sus antepasados.
En los casos de transmisión mortis causa ha de tenerse presente, de un lado, que las consecuencias jurídicas o el contenido inherente al título de nobleza son las mismas que en el caso de adquisición directa (STC 27/1982, fundamento jurídico 2.), en atención a su carácter simbólico en la actualidad y a lo limitado de su contenido jurídico, que se agota en el derecho a adquirirlo y usarlo. De otro, que las sucesivas adquisiciones por vía sucesoria, en atención al carácter simbólico del título de nobleza, constituyen otras tantas llamadas al momento histórico de su concesión y, al mismo tiempo, a la singularidad de quien recibió la merced de la Corona. Máxime si se entiende que el derecho a suceder en el título nobiliario no se deriva de la anterior posesión del mismo por otra persona, el ascendiente u otro pariente próximo, sino que «se recibe del fundador por pertenecer al linaje», como declaró la Sentencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo de 7 de julio de 1986, con cita de otras decisiones anteriores (Sentencias de 19 de abril de 1961, 26 de junio de 1963, 21 de mayo de 1964 y 7 de diciembre de 1995).
C) Por último, la adquisición por vía sucesoria de un título de nobleza sólo despliega hoy sus efectos jurídicos en el ámbito de determinadas relaciones privadas. De un lado, por cuanto su eficacia general sólo se manifiesta como complemento del nombre, dado que el uso del título de nobleza, como nomen honoris, sólo viene a identificar, como antes se ha dicho, a la persona que lo ostenta en relación con su «casa» o linaje. Un dato que se aprecia en las Reales concesiones desde 1837, al expresar que la voluntad de la Reina es «que ahora y de aquí en adelante os podáis llamar e intitular» de acuerdo con el título de nobleza que se otorga. Lo que se corrobora aún hoy a tenor del párrafo 3. del art. 135 en relación con el art. 130 del Reglamento del Registro Civil, al permitir mediante un asiento, marginal a la inscripción de nacimiento, que se expresen «los títulos nobiliarios o dignidades cuya posesión legal conste o se justifique debidamente en el acto».
De otro lado, a la misma conclusión se llega respecto a otros aspectos de la institución, que nos sitúan ante relaciones circunscritas a un grupo de personas, los integrantes del linaje del beneficiario del título de nobleza. Pues cabe observar, en efecto, que la adquisición por vía sucesoria de la merced puede requerir que una persona formule ante los órganos jurisdiccionales una pretensión de su «mejor derecho» a usarlo, frente a otros particulares asimismo vinculados genealógicamente con el beneficiario de la merced. Al igual que ocurre en la cesión de un título nobiliario, pues si de un lado presupone la existencia de un acto inter vivos y de carácter gratuito del actual poseedor del título, formalizado en documento público, en favor de otro particular, de otro se condiciona a que no cause perjuicio de aquellos que estarían llamados a suceder en la merced con preferencia al cesionario, salvo que la aprueben expresamente (art. 12 del Real Decreto de 27 de mayo de 1912). Lo que limita el acto de cesión al circunscribirlo al ámbito de las personas pertenecientes a un determinado linaje. Y otro tanto cabe decir, al margen de su alcance en cuanto a una eventual modificación del orden de llamamientos, del acto de distribución de títulos nobiliarios. Por lo que hemos declarado en la STC 68/1985, fundamento jurídico 3., en relación con una autorización de designación de sucesor, que aun siendo dicha autorización un acto de naturaleza discrecional o graciable, ello «es sin duda compatible con el planteamiento entre partes privadas y ante la jurisdicción civil ordinaria de un eventual proceso respecto al mejor derecho a suceder en el título nobiliario, proceso en el que la cuestión a discutir ya no sería el acto del Jefe del Estado..., sino la prevalencia o no de ese título respecto al del sucesor con arreglo al orden sucesorio originario» según la Real concesión.
Por consiguiente, los títulos de nobleza nos sitúan ante un ámbito de relaciones que se circunscribe a aquellas personas que forman parte del linaje del beneficiario de la merced y, por tanto, no poseen una proyección general y definitoria de un status, sino ante un simple nomen honoris que implica una referencia a la historia en cuanto símbolo y no posee así otro valor que el puramente social que en cada momento quiera otorgársele.
13. El siguiente paso en nuestro examen nos sitúa ante el régimen legal aplicable a la transmisión post mortem de los títulos de nobleza. Un régimen, como se verá seguidamente, que es excepcional en atención a su origen histórico, al objeto de la transmisión y a su finalidad; y ello determina que sus previsiones constituyan un elemento inherente a la propia institución nobiliaria.
A) En cuanto a lo primero, interesa destacar, muy sumariamente, que tanto de la Partida 2.15.2, como de otros dos textos alfonsinos (el Espéculo 2.16, que la antecede en el tiempo y la declaración regia ante las Cortes de Toledo de 1255) se desprende con claridad una finalidad común al establecer un orden regular para la sucesión en la Corona de Castilla basado en los principios de primogenitura, masculinidad y representación: La de preservar la unidad del Reino al fallecimiento del Monarca reinante ya que, como expresa el primero de los citados, «todo reino partido sería estragado». Idea que también se contiene en relación con la sucesión en los distintos Reinos de la Corona de Aragón en un texto coetáneo, el testamento del Rey Jaime I de 1272; texto igualmente inspirado en el principio de primogenitura pero que se diferencia de los textos alfonsinos por la rigurosa asignación que establece, aunque este criterio se modificará en el testamento del Rey Fernando el Católico de 1516 al disponer, como en aquellos, que se prefiera el heredero «masculino al femenino».
Ahora bien, es igualmente significativo que en todos los textos antes mencionados se haga referencia no al Derecho común sino a una costumbre particular, aplicable según la Partida 2.15.2 «doquier el señorío ovieron por linaje, e mayormente en España». Lo que ha de ponerse en relación con la Partida 2.1.11, que se refiere a los «Príncipes, Duques, Condes, Marqueses, Iuges, Vizcondes...» como «los otros Señores de que hablamos de suso, que han honra de señorío por heredamiento». Y el texto del Espéculo 2.16 aún es más preciso al afirmar que tal costumbre se aplica no sólo a la sucesión de los Reyes sino también a la de los «otros altos omes, señores de grandes tierras o de villas o de castiellos o de otros lugares, ó el señorío quisieron que fuese uno». De suerte que, en definitiva, la costumbre que determina el orden regular de la sucesión según los textos alfonsinos se circunscribe a las dignitates, el Monarca y los nobles; al igual que la finalidad de mantener la unidad del Reino se extiende a la preservación de la unidad de los señoríos y títulos nobiliarios. Asimilación que no puede sorprender dado que en este período histórico la nobleza, por su superior poder político y económico, era el primero de los «estados» que, con el Rey, integraban el Reino.
B) Estas conclusiones se corroboran, en segundo término, si se examina el origen del principio central del orden regular de la sucesión en las dignitates, el de primogenitura. Pues de los dos restantes, el de representación estaba al servicio de la misma finalidad de mantener el objeto de la sucesión en el linaje por línea directa, «si el fijo mayor muriesse ante que heredasse» (Partida 2.15.2); y el de masculinidad sólo es una proyección en esta materia de las ideas sobre la condición de la mujer imperantes en la Edad Media, expresadas en lo jurídico con claridad en otro precepto alfonsino (Partida 4.13.2).
En la Baja Edad Media, en efecto, la adopción del principio de primogenitura se justificó por los canonistas con base en una costumbre feudal y, por tanto, excepcional del Derecho común, cuyo fundamento doctrinal se halla en un texto reiterado por la doctrina en los siglos posteriores: El comentario del Abad Panormitano, donde se alude a una costumbre sobre la indivisión de la herencia quae viget inter nobiles y, por tanto, de la que estaban excluidos laboratores y mercatores. Aunque al ser considerado un privilegium odiosum -por entrañar la absoluta privación de bienes de la herencia a los hijos menores, salvo el sustento suficiente a los varones y una dote congrua a las hembras, como compensación para evitar el reproche moral-, la consecuencia fue que tal privilegio era de interpretación restrictiva y, de este modo, que quien lo invocaba en juicio debía probarlo cumplidamente. Pero por ser esta solución contraria a los intereses de la nobleza, no puede extrañar que se produjera una evolución posterior para modificar este extremo.
Esta evolución se produce, efectivamente, tras consolidarse en el Reino de Castilla desde la segunda mitad del siglo XIII la institución de los mayorazgos. Y es significativo que la doctrina más autorizada de los siglos XVI y XVII, a la que el Abogado del Estado ha hecho amplia referencia en sus alegaciones, no sólo extiende el privilegio de primogenitura a la sucesión en estas vinculaciones de bienes y rentas feudales sino que, además, invierte su carácter. Pues apoyándose ahora en el Derecho común y, en concreto, en la institución de los fideicomisos ordenados in favore descendentium o intuitu familiae, se consideró que no constituían un privilegio odioso sino favorable (maioratus et primogenitura sunt favorabiles, non odiosae). Solución que se justifica, además, por razón de utilidad pública (in quorum conservatione favor publicus versatur); lo que potenciaba la consolidación como unidad de un conjunto de bienes y rentas in favore familiae. Esto es, en favor del linaje patrilineal del fundador del mayorazgo. Construcción que también era aplicable, y lo fue sin dificultad por la doctrina, a los títulos nobiliarios, por ser objeto igualmente de una transmisión mortis causa establecida in favore descendentium y estar también frecuentemente vinculados a un mayorazgo.
14. Al subsistir los títulos de nobleza en el régimen constitucional pese a la abolición de los mayorazgos, también permaneció el carácter excepcional y, por tanto, diferencial, del régimen de su transmisión post mortem, por ser un elemento inherente a la institución nobiliaria. Lo que puede apreciarse, aun expuestos muy sumariamente, en algunos extremos significativos del régimen legal hoy vigente.
A) En primer término, desde la perspectiva del Derecho civil, dado que los títulos nobiliarios no constituyen, en sentido estricto, un bien integrante de la herencia del de cuius (arts. 657, 659 y 661 del Código Civil), aun cuando el derecho de uso y disfrute sea transmisible post mortem a los descendientes de quien lo ostenta si la merced tiene carácter perpetuo. Lo que determina una consecuencia relevante en esta sede constitucional: Que no son aplicables a este singular bien incorporal las normas con proyección general que regulan la sucesión ordinaria por causa de muerte del Título III del Libro III del C.C., o, en su caso, las contenidas en los Derechos civiles, forales o especiales, vigentes en algunas Comunidades Autónomas; aunque las primeras tengan carácter supletorio para el cómputo de los grados, como ha declarado la jurisprudencia del Tribunal Supremo. De suerte que, al fallecimiento de quien ostenta un título de nobleza, pese a integrarse el conjunto de sus bienes y derechos en la herencia del causante y quedar regida así por las normas de Derecho civil, el título de nobleza, en cambio, se transmite post mortem sólo dentro del linaje o familia del beneficiario, según lo dispuesto en la Real concesión o, en su defecto, por lo establecido en el precepto legal específico que determina el orden regular de la sucesión, la Partida 2.15.2.
B) En segundo lugar, la transmisión post mortem de los títulos de nobleza es de carácter vincular, y, por tanto, excepcional o extraordinaria. Lo que entraña, en esencia, la existencia de un orden de llamamientos objetivo y predeterminado que, en principio, es indefinido en cuanto a los sucesores en el uso y disfrute del título nobiliario que se transmite. Pues si éste ha constituido tradicionalmente una prerrogativa de honor vinculada a una familia o linaje -el de la persona a la que el Rey concedió la merced- ello permite perpetuar indefinidamente su uso y disfrute por los descendientes en línea directa de aquel a quien fue concedido.
Este carácter vincular se expresa en las Cartas reales de concesión con fórmulas como «perpetuamente» o «para vos y vuestros sucesores», por entenderse que éstos, al ostentar el título nobiliario, seguían honrando tanto la memoria de aquél como el propio linaje, la nobilitas et familiarum dignitas. Finalidad que claramente se expresa en la Real Cédula de Carlos IV de 29 de abril de 1804, en la que se indica que el objeto de la concesión de un título nobiliario es «premiar los méritos y servicios del agraciado y de sus ascendientes, perpetuando en su familia el lustre y honor anejo a estas mercedes». Y cabe señalar que la vinculación a una familia o linaje se potenció en el pasado al estar unido el título nobiliario a un mayorazgo, como fue frecuente en Castilla a partir de la segunda mitad del siglo XIV. Pero en todo caso se manifiesta con claridad, al final del Antiguo Régimen, en lo dispuesto por la mencionada Real Cédula de 29 de abril de 1804, en la que Carlos IV estableció que aun cuando las mercedes de Títulos de Castilla fueran concedidas «sin agregación a vínculos y mayorazgos, o sin afección a jurisdicción, señorío y vasallaje de algún Pueblo», las que se concedieran en lo sucesivo, salvo disposición expresa en contrario, tendrían el carácter de vinculadas. Y ello se refuerza al prescribirse también que, por lo antes dispuesto, no «se entiendan libres las ya concedidas» (Novísima, 6.1.25).
Por consiguiente, si en el caso de los mayorazgos la vinculación de ciertos bienes y rentas a un linaje o familia persiguió el reducir a una unidad el conjunto de aquéllos, para su transmisión a los sucesores del fundador de la vinculación, quienes debían conservarlos, otro tanto ocurre con el título nobiliario, bien inmaterial constitutivo de un nomen honoris, que es igualmente una unidad y, como tal, indivisible entre los descendientes de quien recibió la merced del Rey. Pero ello implica, cuando concurren varios descendientes de igual línea y grado, la necesaria exclusión de unos en favor de otro, el llamado según el orden de suceder aplicable al concreto título de nobleza de que se trate. Consecuencia que separa profundamente esta sucesión vincular de la ordinaria regida por el Derecho civil, puesto que no está presente en su régimen legal una igual posición jurídica de los llamados a la sucesión por la muerte del anterior poseedor del título de nobleza, sino una situación ya diferenciada previamente por un orden de suceder predeterminado.
C) Finalmente, el carácter vincular de la sucesión y, por tanto, la finalidad de que el título de nobleza se perpetúe en el linaje de quien recibió la merced mediante un orden preestablecido, se refuerza con ciertas limitaciones que también son privativas del Derecho nobiliario. Pues tanto la persona a la que el Rey otorga esta prerrogativa de honor como aquellas a las que luego pasa por vía sucesoria tienen ciertamente el derecho de uso y disfrute de la misma; pero no son, en sentido propio, dueños sino poseedores del título de nobleza ya que carecen del ius disponiendi tanto en las relaciones inter vivos como mortis causa. Y, consiguientemente, no están facultados para enajenar el título nobiliario a un tercero, ni tampoco para cederlo o alterar el orden de sucesión sin que exista una previa autorización de la Corona. Conclusión que ha sido reiteradamente sentada por la jurisprudencia del Tribunal Supremo, desde el pasado siglo hasta la Sentencia de 25 de octubre de 1996, en la que se afirma, con apoyo en la citada Real Cédula de Carlos IV de 29 de abril de 1804, que el orden de sucesión en los títulos nobiliarios «es inalterable», salvo que medie expresa autorización del Rey. Carácter que no es irrelevante desde una perspectiva constitucional, pues evidencia que el título de nobleza, por ser el resultado de la voluntad graciable del Monarca, se adquiere por vía sucesoria tal y como ha sido configurado por la Real concesión o por las posteriores autorizaciones regias.
15. A partir de estas premisas podemos ya entrar a examinar la diferenciación por razón de sexo que se deriva del precepto cuestionado por la Audiencia Provincial de Madrid, la Partida 2.15.2.
Pues bien, si los títulos de nobleza tienen hoy un carácter simbólico, como antes se ha dicho, la regla de preferencia establecida por el precepto cuestionado hoy es, indudablemente, un elemento diferencial que no tiene cabida en nuestro ordenamiento respecto a aquellas situaciones que poseen una proyección general. De manera que sólo puede entrañar, al igual que los propios títulos nobiliarios, una referencia o una llamada a la historia, desprovista hoy de todo contenido material.
Dicho de otro modo: La diferencia por razón de sexo que el mencionado precepto establece sólo posee hoy un valor meramente simbólico dado que el fundamento de la diferenciación que incorpora ya no se halla vigente en nuestro ordenamiento. Mientras que, por el contrario, los valores sociales y jurídicos contenidos en la Constitución y, por tanto, con plena vigencia en el momento actual, necesariamente han de proyectar sus efectos si estuviésemos ante una diferencia legal que tuviera un contenido material. Lo que ciertamente no ocurre en el presente caso, en atención a las razones que se han expuesto partiendo de las premisas sentadas en los fundamentos precedentes.
A lo que cabe agregar, por último, otra consideración: Los títulos nobiliarios se adquieren hoy por vía sucesoria tal y como son. Esto es, en el caso de la mayoría de los existentes, los otorgados en el Antiguo Régimen, tal y como han sido configurados en el pasado histórico al que precisamente hacen hoy referencia. Y resulta significativo comprobar, además, que las sucesivas adquisiciones de aquellos se han verificado según un mismo orden de suceder, bien el establecido en la Real concesión o en su defecto en la Partida 2.15.2. De suerte que el régimen legal de su transmisión post mortem ha constituido, a lo largo del tiempo un elemento inherente al propio título de nobleza que se adquiere por vía sucesoria. Y otro tanto cabe decir de los otorgados en el Estado liberal e incluso de los concedidos en fechas recientes, pues será lo dispuesto en la Real concesión lo que ha de determinar, en el futuro, las sucesivas transmisiones. Por lo que resultaría paradójico que el título de nobleza pudiera adquirirse por vía sucesoria no tal como es y ha sido históricamente según los criterios que han presidido las anteriores transmisiones, sino al amparo de criterios distintos. Pues ello supondría tanto como proyectar valores y principios contenidos en la Constitución y que hoy poseen un contenido material en nuestro ordenamiento sobre lo que carece de ese contenido por su carácter simbólico.
16. Las consideraciones anteriores necesariamente conducen a una respuesta negativa a la cuestión de inconstitucionalidad planteada por la Audiencia Provincial de Madrid. Y al mismo resultado se llega, finalmente, partiendo de la doctrina expuesta en la STC 27/1982, que conviene traer aquí.
En aquel caso se trataba de una particular condición impuesta en el orden de suceder de un título nobiliario unido a un mayorazgo, a saber: Que «la persona que ubiere de suceder en el espresado vínculo aia de casar con persona notoriamente noble». Condición respecto a la que declaramos que ni hoy puede afectar en modo alguno a la dignidad de las personas, ni tiene sentido en nuestro tiempo y bajo la Constitución de 1978 afirmar, como se hace en dicha condición, que quien no casa con persona notoriamente noble es o está «mal casado», siendo como son igualmente dignas todas las personas (art. 10 C.E.). Y tras esta consideración hemos declarado, no obstante, que «...de ahí no se puede inferir que a la hora de condicionar la adquisición por vía hereditaria de un título nobiliario haya de considerarse como discriminatorio e inconstitucional el hecho de casar con noble, pues en fin de cuentas son de la misma índole el hecho condicionante y el condicionado y tan anacrónico y residual es aquél como éste, pero no siendo inconstitucional el título nobiliario no puede serlo supeditar su adquisición por vía sucesoria al hecho de casar con noble» (STC 27/1982, fundamento jurídico 3.).
Confrontados ahora con la regla o criterio de preferencia del varón sobre la mujer, en igualdad de línea y grado, en la sucesión regular en los títulos nobiliarios, contenida en la Partida 2.15.2, la misma ratio decidendi ha de guiar nuestra conclusión desestimatoria de la presente cuestión de inconstitucionalidad. Pues no siendo discriminatorio y, por tanto, inconstitucional el título de nobleza tampoco puede serlo dicha preferencia, salvo incurrir en la misma contradicción lógica que respecto a aquel caso se ha señalado.
Si se quiere, dicho en otros términos: Admitida la constitucionalidad de los títulos nobiliarios por su naturaleza meramente honorífica y la finalidad de mantener vivo el recuerdo histórico al que se debe su otorgamiento, no cabe entender que un determinado elemento de dicha institución -el régimen de su transmisión mortis causa- haya de apartarse de las determinaciones establecidas en la Real carta de concesión. La voluntad regia que ésta expresa no puede alterarse sin desvirtuar el origen y la naturaleza histórica de la institución, pues como ya dijimos en la mencionada STC 27/1982 «resultaría la insalvable contradicción lógica de ser la nobleza causa discriminatoria y por ende inconstitucional a la hora de valorar la condición para adquirir el título, pero no a la hora de valorar la existencia misma y la constitucionalidad del título nobiliario en cuestión».
17. Todo lo expuesto lleva a estimar, en definitiva, que la legislación histórica aplicable a la sucesión regular en los títulos nobiliarios y, en particular, la Partida 2.15.2, de la que deriva la regla o criterio de la preferencia del varón sobre la mujer en igualdad de línea y grado, aplicable en virtud de lo dispuesto en el art. 13 de la Ley de 11 de octubre de 1820 y el art. 1 de la Ley de 4 de mayo de 1948, no es contraria al art. 14 C.E. Por lo que procede, en consecuencia, desestimar la cuestión de inconstitucionalidad promovida por la Sección Decimotercera de la Audiencia Provincial de Madrid en el rollo 692/94, formado en el recurso de apelación contra la Sentencia dictada por el Juzgado de Primera Instancia núm. 51 de Madrid en el Auto 566/1992.
FALLO
En atención a todo lo expuesto, el Tribunal Constitucional, POR LA AUTORIDAD QUE LE CONFIERE LA CONSTITUCION DE LA NACION ESPAÑOLA,
Ha decidido
1. Declarar que el art. 1 de la Ley de 4 de mayo de 1948 y el art. 13 de la Ley de 11 de octubre de 1820, en cuanto declaran aplicable el Derecho histórico y, en particular, la Partida 2.15.2, precepto del que deriva la regla de preferencia del varón sobre la mujer en igualdad de línea y grado, en el orden regular de las transmisiones mortis causa de títulos nobiliarios, no son contrarios al art. 14 C.E. y, en consecuencia,
2. Desestimar la presente cuestión de inconstitucionalidad.
Voto particular que formulan los Magistrados don Carles Viver Pi-Sunyer y don Tomás S. Vives Antón.
Nuestra respetuosa discrepancia con la Sentencia se refiere, en primer lugar, a los razonamientos que fundamentan la admisibilidad de la cuestión planteada. No compartimos sin reservas las consideraciones que llevan a afirmar que aquí estamos ante una duda de constitucionalidad cuyo objeto sean las normas que luego se enjuician, ni nos parece concluyente la tesis de que unas remisiones legales imprecisas otorgan rango de ley a una regla anterior a la existencia misma de un sistema formal de fuentes (y que, conforme a sus propios criterios materiales de validez cabría estimar obsoleta). Con todo, centraremos la expresión de nuestra disidencia en el problema de fondo que suscita la Sentencia y, más concretamente, en la ratio decidendi que fundamenta el fallo, según la cual la preferencia del varón sobre la mujer en el orden regular de sucesión en los títulos nobiliarios es conforme a la Constitución, porque el art. 14 de la Ley suprema no le es aplicable.
Nuestra opinión, en este punto, es justamente la contraria. Sostenemos que el orden regular de sucesión en los títulos nobiliarios no solamente se halla sometido a la Constitución y, más exactamente, a las exigencias del derecho a la igualdad de su art. 14, sino que, al establecer una preferencia del varón sobre la mujer en el orden sucesorio aludido, consagra una discriminación por razón de sexo que vulnera frontalmente una de las prohibiciones a las que de forma expresa y específica alude el Texto constitucional, otorgando así un relieve acorde con el profundo rechazo que hoy produce este tipo de desigualdad en las sociedades de nuestro entorno cultural. Para sustentar nuestra opinión, presuponemos, en primer término, que el orden regular de suceder en los títulos nobiliarios es una norma, esto es, que opera en defecto de cualquier otra especificación de la voluntad del concedente; pero, sin que su aplicación precise apelar a ninguna clase de voluntad tácita o presunta. En caso contrario, es decir, si cupiera afirmar que es sólo la voluntad del que otorga el título la que determina el orden sucesorio, la norma presunta se disolvería en la serie de actos de otorgamiento; pero, entonces, la cuestión de
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